Other Texts / Urban Sociology

New York, notas a ras de suelo (por abajo de los rascacielos)

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¿Con qué libros se puede leer New York? No recuerdo todos los títulos, pero sí sé que han sido muchos los que han condicionado mi visión de esta ciudad. Pienso en “Sidewalk” del sociólogo Mitchell Duneier sobre los desahuciados negros que venden libros usados en Greenwich Village, y, por supuesto, en los de Jane Jacobs, para muchos considerada como la “heroína” local de la vida urbana bulliciosa y de barrio frente a la planificación especulativa y en altura, y también mencionaría los de otros ilustres urbanistas como Lewis Mumford y Janet Abu-Lughod. En las librerías de segunda mano (Strand y Alabasters, en el East Village; más selecta, a mi juicio, Unamable Books en Vanderbil Street, Brooklyn, aunque para textos de ciencias sociales prefiero, con mucho, la que he conocido hace poco en pleno “downtown” de Boston, Brattle Books, o la que me nutrió hace años en Chicago: Powells) he encontrado otros textos interesantes de Rem Koolhas y de Roberta Brandes Gratz, aunque, como es lógico, las estanterías están llenas de esta temática “local” que no deja de atraer la atención de propios y extraños, producir guías especializadas y constituirse en el ávido objeto fotográfico por antonomasia -la “gran manzana”, la “capital del mundo”- para todo tipo de especies urbanófilas.

En mi memoria reciente están también un excelente ensayo de Samuel Toledano titulado “República de Nueva York (año cero)” y el de otro periodista, Enric González, “Historias de Nueva York”, ambos para degustar desde la conflictividad social hasta las anécdotas históricas o más cotidianas. Rebuscando en mi memoria más añeja he aprovechado para releer a García Lorca y a José Hierro con sus sendos poemarios (que no me deslumbran tanto como en su primera lectura) ambientados en la ciudad, en este paradigma de la “gran ciudad” tanto a principios del siglo XX para el andaluz, como a finales del mismo siglo para el madrileño. Y todo ello, no obstante, mezclado con tantas imágenes de películas que llevamos ya incrustadas antes de internarnos en esta escueta y vacacional exploración urbana. Por eso, en este caso mucho más si cabe, el ejercicio etnográfico lo realizo con un abundante acopio de textos e ideas que se erigen, de antemano, en las pistas para empezar a orientarse, para improvisar y para componer el camino propio.

La primera herramienta a la que recurro cuando arribo a una ciudad es, obviamente, un mapa. Muchos mapas previos los hemos consultado ya a través de Google Maps incluso antes de aterrizar, pero luego un buen mapa en papel siempre ayuda muchísimo a quienes no estamos continuamente conectados a la Red. En New York los dos primeros mapas útiles que llegaron a mis manos fueron el del metro y el de las rutas ciclistas. Ambos públicos y gratuitos. Incluso más nutridos e informativos que los proporcionados por algunas guías (la “New York. Encounter” de Lonely Planet, por ejemplo, con la que nos pertrechamos en Strand a los pocos días de aterrizar).

La impresión inmediata que produce el sistema de metro es que sus líneas forman una intrincada y extensa maraña de difícil lectura. La circulación varía mucho según los días de la semana, las horas del día o el mes del año. Algunos trenes de la misma letra toman rutas alternativas o más rápidas, sorteando estaciones intermedias, con lo que exige una atención constante de los viajeros desprevenidos. Y es cierto que el “subway” funciona ininterrumpidamente día y noche, 24 horas, pero en algunas franjas horarias la espera puede alcanzar fácilmente la hora, con temperaturas terriblemente sofocantes en verano, mucho más calurosas y con más humedad ambiental que en la superficie (excepto en las numerosas estaciones que están suspendidas en altura, en paralelo a plantas terceras o cuartas de muchos edificios, plagando el paisaje de tenebrosas estructuras metálicas que privan de un mínimo horizonte visual a muchas viviendas).

Muchas estaciones de metro están viejas, descuidadas y sucias. Se ven a menudo ratas por los andenes y las escaleras compartiendo espacio con los animales humanos. La oscuridad y la estrechez de muchos lugares de espera, la escasez de bancos y de señalización clara, o un sistema de tarifas caras ($2,25 por viaje) y poco flexible (la MetroCard con más reducciones en el precio es la de uso inlimitado, pero rara vez es la más conveniente), hacen que este transporte público no esté a la altura de las necesidades y expectativas de sus más de 8 millones de habitantes. Es francamente mejorable, aún siendo esencial en la ciudad y masivamente utilizado.

La edición anual de un mapa ciclista con abundante información de rutas, consejos, regulaciones municipales y tiendas de venta y reparación de bicicletas, es, por su parte, una buena muestra de las recientes políticas locales en esta materia. Año a año van aumentando los carriles señalizados y sorprende la abundancia de tiendas y talleres existentes en todos los barrios, aunque el alquiler de bicicletas no es fácil de encontrar (en la Grand Army Plaza, junto a su europeizante “arco de la victoria”, se alquilan bicis al abusivo precio de $10 la hora). En los dos talleres de Time’s Up, una “organización ecologista de acción directa”, en Manhattan y en Brooklyn (más exactamente, en Williamsburg) ofrecen sesiones semanales de ayuda mecánica y venden bicicletas usadas (por unos $130) que luego recompran a un precio menor ($50). Osea, que incentivan un modelo intermedio entre la venta y el alquiler.

Esta organización es una de las impulsoras de la Critical Mass una vez al mes en cada uno de esos dos barrios (Manhattan y Brooklyn). La del mes de julio de 2010 no reunió a más de 100 ciclistas con una abundante presencia policial (no menos de 50 policías) que la vigilaban avizor de cualquier infracción (y, en efecto, a un joven lo amonestaron y multaron). En la actualidad el agrupamiento de más de 50 bicicletas en la calzada está prohibido, así como la circulación sin luces después de la puesta del sol, con lo cual la presencia policial y la amenaza de arrestos (ampliamente ejecutados en anteriores ediciones) ejerce una fuerte presión con el ánimo de despolitizar el carácter reivindicativo de este evento. De todos modos, de forma semejante a como he comprobado en otras ciudades (Londres y Milán, por ejemplo), el extendido uso de la bicicleta en la ciudad quizás explica mejor la menguada asistencia de ciclistas a una marcha que no puede ocultar su afán de protesta frente a la agresiva colonización de las ciudades por los coches.

New York, como gran parte del territorio de Estados Unidos, no es inmune a esa destructiva plaga de coches. Vías de alta capacidad y atascos descomunales están a la orden del día. Por eso la recuperación y promoción de la bicicleta resulta tan alentadora. Incluso es posible subirla a los vagones del metro cuando las distancias a recorrer son muy largas, aunque las puertas para acceder a las estaciones emiten un chirriante, y algo humillante, pitido de alarma si los empleados de las taquillas no lo desactivan al percibir el intento de acceso del ciclista desmontado (o de la mamá con su cochecito de bebé). En las calles no abundan los aparcamientos específicos para bicicletas, así que las farolas, parquímetros y vallas de todo tipo son utilizadas para encadenarlas. Los semáforos e intersecciones son tan poco respetados por la mayoría de ciclistas como los carriles-bici lo son por viandantes y vehículos a motor, de modo tal que la danza urbana dentro de ese caos se despliega ora alegre, ora irritante. Una vez que has decidido visitar la ciudad en bicicleta e imbuirte en ese ritmo de vida, sólo en las paradas de reposo da tiempo a mirar al cielo y a comprobar que cada minuto, o menos, pasa un avión sobrevolando tu cabeza.

Dentro de los movimientos urbanos que se van desvelando en la ciudad, destaca también el de los jardines comunitarios (Community Gardens). Durante las últimas cuatro décadas han ido proliferando gracias a iniciativas vecinales y consiguiendo, en algunos casos, el apoyo y la financiación municipal. Sharon Zukin, conocida socióloga urbana y profesora en el Brooklyn College, publicó el pasado 10 de agosto (2010) un artículo en el New York Daily News alertando de la amenaza que se cierne sobre unos 200 de los 600 jardines comunitarios existentes. Al parecer, el alcalde Michael Bloomberg quiere aprobar nuevas normas para estos espacios que abrirían la puerta a su eliminación y a la edificación de viviendas en su lugar. En la red de sociología urbana a la que estoy suscrito se ha generado un animado debate a raíz de esta polémica, de las necesidades de vivienda social en New York y de la incalculable contribución social, económica y ecológica de esos espacios. Aunque cada uno tiene su propio modo de autogestión y de apertura al público con actividades gastronómicas o culturales variopintas, estas “manchas” de verde urbano, con más o menos cultivos de frutas y hortalizas en su interior, van salpicando casi todos los barrios y enriqueciendo el aire y la vista para quienes los encuentran a su paso. Junto a los periódicos mercados de productos frescos en distintos barrios y el entusiasta voluntariado que colabora con la gestión de los parques públicos, gracias a tales atisbos de naturaleza se puede llegar a olvidar, momentáneamente, las masas ingentes de hormigón que se han ido acumulando a lo largo de la modernidad en este denso archipiélago.

¿Y qué más hace la gente? Especialmente la nativa, si es que ese adjetivo es aplicable en un lugar tan cosmopolita como éste donde sólo en Manhattan, según nos advirtió un arraigado oriundo, circulan 20 millones de personas cada día, turistas incluidos. Esa pregunta surge por sí sola a medida que uno se deja llevar por las rutinas cotidianas y domésticas, y no por la avidez del consumo de signos y de tiempo que suele caracterizar a cualquiera que desee presumir -y rentabilizar en sus redes sociales- de los lugares que conoce y de los hitos que han pasado delante de sus ojos maravillados (¡vano ilusionismo!).

Pues algunas observaciones curiosas no pueden escapar a esta crónica: el sacar la ropa y los objetos usados a la puerta de las casas para venderlos o, simplemente, para dejarlos bien colocados a disposición de quien quiera darles una nueva oportunidad de servicio (en algunas de las “brownstone houses” en los alrededores de Prospect Park); cantar, bailar, predicar y jugar al ajedrez en las plazas incluso hasta altas horas de las noches estivales (por ejemplo, en Union Square, en Battery Park o en Broadway el fin de semana); también inducidos por la dura canícula de julio y agosto, bañarse o dejarse empapar en las numerosas fuentes que hay repartidas por parques y jardines (y no sólo los niños), ya que el dispendio de agua corriente es habitual en una ciudad que se enorgullece de sus buenas reservas naturales relativamente próximas; el calor también es causante de una fiebre desmedida por el aire acondicionado a una fuerte intensidad en el transporte público y privado, así como en el interior de las viviendas, tiendas y oficinas, lo que provoca violentos cambios de temperatura; en estas fechas no sólo los parques se llenan de deportistas y personas ociosas, sino también las playas entre las que destaca la popular de Coney Island, con esa mágica mezcla de ruinas industriales y un parque de atracciones abigarrado y colorido, con un imborrable aire de antigualla, y toda una colonia de población rusa predominante en este barrio tan periférico, al parecer, para los auténticos “new yorkers”.

Por supuesto, lo que no se puede obviar en esas observaciones superficiales es un hecho profundamente arraigado en todas las sociedades pero más drástico e insistente, si cabe, en aquellos lugares donde más diversidad social coexiste junta: la segregación social, de clase y étnica, fundamentalmente. Un sábado por la noche, por ejemplo, en el embarcadero 40 del Hudson River Park pude ver dos fiestas en sendos barcos (ambas para clases acomodadas): una (casi) exclusiva de población negra y otra (casi) exclusiva de población blanca (curiosamente, en ambas regía el principio de moda en muchas reuniones sociales de acudir vestidos preferentemente con un motivo de época o con unos colores determinados). Otro ejemplo, en una sola mañana por Prospect Park se distribuían distintos grupos de niños sólo blancos y sólo negros (y algunos mulatos o latinos), con sus distintas camisetas de colores (sobre todo en los grupos de negros) y acompañados por sus respectivos monitores de tiempo libre. Población únicamente blanca, o ampliamente mayoritaria, se podía ver en un concierto gratuito de Sonic Youth (cuyos músicos son blancos, lo que podría ser parte de la explicación). Y población casi exclusivamente de clase media o alta (en su mayoría, blanca o “internacional”) se podía ver paseando por el High Line, un nuevo parque urbano “en altura” abierto hace pocos años en Manhattan para recuperar unas vetustas vías de tren. Y hay barrios con población asiática con su inglés básico y sus periódicos en el idioma vernáculo (no sólo Chinatown), como hay barrios con una mayoría muy amplia de origen latino o “hispano” (Corona en Queens, por ejemplo) o de población judía con los claroscuros tonos de su atuendo tradicional (en Williamsburg, Brooklyn, pongamos por caso).

Aunque el porcentaje de población latina es similar al de Chicago, un 27%, en New York se puede observar mucho más bilingüismo “oficial” o de uso corriente. Numerosos anuncios publicitarios están en castellano, al igual que informaciones públicas en instituciones municipales o los carteles en las obras de edificios donde consta siempre en castellano y en inglés un mensaje y teléfono “para reportar anónimamente condiciones inseguras de trabajo”. Hay que ir a las escuelas y a los bares para ver cómo se reproducen estas divisiones sociales por mecanismos mucho más invisibles. Pero la evidencia está ahí: por mucho que las estadísticas registren que en la ciudad se hablan más de 170 lenguas distintas, el roce no necesariamente hace el cariño. El color de la piel es un indicador (nunca del todo determinante ni actuando a solas) muy esclarecedor de esas divisiones, pero los indicadores de clase social no son menos dramáticos en esta sociedad hiperconsumista, tan meritocrática (y ensalzadora del éxito desde la más tierna infancia) y tan polarizada: tener o no un seguro médico, con todos los riesgos de ruina personal que puede acarrear esa carencia; tener o no un trabajo relativamente estable, con la dificultad añadida que tiene salir del desempleo o escapar al trabajo informal, por ejemplo, rebuscando y reciclando botellas por todas las papeleras y contenedores de la ciudad; tener o no vacaciones (habitualmente, no más de un par de semanas al año y no siempre pagadas, cuando se pueden disfrutar).

Siempre me ha preocupado cómo introducir -y reducir- esas desigualdades sociales en la planificación urbanística y cada vez me encuentro con más -o nuevas- preguntas que respuestas. La segregación social sigue pautas regulares y no siempre impuestas o conflictivas. Es decir, que puede ser elegida y valorada positivamente para ciertas cosas por cada grupo social. En todo caso, los espacios de convivencia mezclada y la ruptura de los tabúes exogámicos (emparejamientos con miembros de otros grupos sociales, por lo general escasos) suelen ser reconocidos como indicadores favorables de “integración social”, aunque yo prefiero pensar en la creación de condiciones de diversidad social necesaria -y no saturada- que estimule las potencialidades de la mayoría y su cooperación mutua. La agricultura casera, la venta ambulante, el uso de distintos registros lingüísticos, la herencia histórica y simbólica de los distintos grupos (en New York, por ejemplo, hay una avenida que lleva el nombre de Malcom X), la autorización de lugares de culto religioso, la práctica de deportes propios o la promoción de músicas originarias de cada país, pueden incorporarse al urbanismo como perspectivas de las minorías étnicas o de los colectivos inmigrantes si se les concediese voz y posibilidades de participación. Pero el uso político del urbanismo está muy alejado de esa problemática y la inmigración o el cosmopolitanismo suelen ser considerados como factores simplemente demográficos (incremento de la natalidad o rejuvenecimiento de la población residente) o inmobiliarios (incidencia en los precios de los alquileres y en las percepciones sobre la pobreza o la delincuencia de una zona).

Casi por casualidad, buscando conciertos de jazz gratuitos, un día acabamos visitando la casa museo de Louis Armstrong, en el humilde barrio de Corona, Queens. El guía enfatizó que el genial músico podría haberse comprado una mansión en cualquier barrio rico (y blanco) de la ciudad, pero que, animado por su mujer, cuya familia residía en la zona, aceptó instalarse ahí, en una vivienda unifamiliar de tamaño más bien modesto. A pesar de los elevados emolumentos que percibía ya, desde la década de 1940, la primera vez que vio la casa no le pareció nada modesta pues él provenía del estrato más bajo de la sociedad de New Orleans (su abuelo había sido esclavo; su madre ejercía parcialmente la prostitución y él comenzó a trabajar antes de los 10 años de edad). En la casa, evidentemente, hicieron acopio de todos los lujos que podían permitirse, aunque el pequeño tamaño de la misma y el compartirla durante algunos años con la madre de la esposa, limitaban bastante la ostentación. No obstante, conviene notar que el simpático trompetista y vocalista, también conocido como Satchmo, se pasaba más de 300 días al año viajando por hoteles y teatros de todo el mundo, por lo que apenas hacía uso de su residencia “habitual”. Llegó a ser denominado, por ironías de la vida, “el embajador Satchmo” en una época de agrias discriminaciones contra la población negra que en su mayoría permanecía invisible y sin derechos civiles efectivos. Quienes hoy regentan su casa museo señalaban que esta elección de residir en un vecindario de clase obrera le honraba y tenía el efecto indirecto de repercutir en la vida de sus vecinos pues a Satchmo le gustaba jugar con los niños del barrio y tocar música con ellos (él no tuvo descendencia propia), y Lucille, su esposa, llegó a ofrecerle a los residentes de su calle renovar sus muros y fachadas con ladrillos (la mayoría de construcciones son de madera) cuando ella decidió reformar su propia casa, con un claro ánimo de no distinguirse excesivamente de ellos.

Esta última observación no ha dejado de intrigarme los últimos días a la vez que leía la autobiografía de Mumford, más de clase media pero también con una vida atribulada y fascinante. Cualquier mezcla social es compleja y no necesariamente tiene efectos redistributivos en los ciudadanos más próximos (aunque sospecho que crea mejores condiciones para estimular y potenciar relaciones sociales más justas). Los extremos de exclusividad social -por ejemplo, en los restaurantes a la sombra perenne de los rascacielos del distrito financiero de Manhattan, por no decir en el acceso a su interior (cada vez más restringido si no se pertenece a alguna de las empresas u organismos que los ocupan, debido a las estrictas prevenciones frente al terrorismo después del 11 de septiembre de 2001)- me parecen, sin embargo, más insoportables y estériles. La admiración que producen esos puentes con su grandiosas armaduras metálicas (el de Brooklyn, el de Manhattan, el de Williamsburg...) y, desde sus descansillos, ese variado “skyline” de tantas torres de pisos en tan reducido espacio, no pueden cegar, en todo caso, nuestras interrogaciones sobre el modelo de sociedad que se configura en sus intersticios. Y sobre nosotros mismos: ¿qué buscamos en cada ciudad? ¿qué preguntas nos sugiere o nos hemos traído en nuestras alforjas? ¿como quién queremos vivir? Quizás en los libros, en las calles y en los seres humanos más próximos podamos vislumbrar alguna respuesta.

Published: 16 de agosto de 2010
Keywords: Spaces