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La complejidad de la dominación masculina

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Hombres sin atributos afectivos: ¿son también víctimas de la dominación patriarcal?

El concepto de ’dominación’ (u opresión) es un concepto crucial en el lenguaje político. No obstante, su definición suscita muchas controversias que, a la larga, desdibujan también sus antinomias potenciales: emancipación, liberación, cooperación, etc. Adoptaremos aquí una concepción sociológica provisional que nos permita esclarecer un razonamiento más refinado acerca de sus implicaciones. Podemos, así, entender por dominación un tipo de relaciones sociales de poder en el que un individuo o grupo social ejerce sus capacidades de forma tal que limita o aniquila las capacidades de otro individuo o grupo social. Una relación de este calibre supone una jerarquía entre el agente dominante y el agente dominado, que puede ser sancionada, justificada o legitimada por distintas instituciones sociales o, en su extremo más coactivo, por las instituciones del Estado. La materialización de la dominación precisa de mecanismos específicos de control y uso (o amenaza) de la violencia. Esos mecanismos se concretan en rutinas, normas, recursos, instrumentos y armas que se encuentran a disposición directa de los agentes dominantes o que ponen en manos de agentes intermediarios (grupos sociales especializados en la vigilancia y la represión) en quienes delegan su ejecución cotidiana. La supresión de uno de esos mecanismos o de los agentes intermediarios, en consecuencia, no garantiza que no se sigan utilizando otros mecanismos varios en su lugar y de forma simultánea. Los resultados de una relación de dominación, en su codificación más abstracta, se manifestarían en varios órdenes vitales ligados ente sí. De este modo, un agente dominante puede promover el desarrollo de algunas capacidades (por ejemplo, intelectuales, productivas, relacionales, etc.) en los agentes dominados siempre que preserve la globalidad de sus efectos acotando o frustrando el desarrollo de capacidades en otras dimensiones vitales o en alguna estimada socialmente. La explotación o transferencia de productos del trabajo, de rentas o de información, por lo tanto, tan sólo sería un caso particular de un conjunto más amplio y regular de relaciones de dominación. En este sentido, es preferible remitir el concepto de ’dominación’ al espectro típico de la ’política’ entendida ésta como despliegue estructurado de las relaciones de poder tanto en el territorio (la polis o cualquier espacio delimitado, reivindicado y defendido como propio de una identidad) como en la categorización de los cuerpos con todas sus cualidades de crecimiento, expresión, emoción, socialidad, racionalidad y manejo de la fuerza física.

Por último, aunque las relaciones de dominación se reiteren y reproduzcan en el tiempo, dando lugar a estructuras cuyos orígenes y rasgos tienden a invisibilizarse, no se trata de fenómenos estáticos y aislados de contextos significativos (es decir, de concretos Estados, ciudades, culturas, sistemas económicos, etc.). Tanto los agentes dominantes como los agentes dominados tienen que colaborar activamente en la perpetuación del dominio en tanto que agentes. Los primeros, principalmente, mediante comandos, aunque también pueden acudir a imponer nuevas regulaciones legales o discursos legitimadores. Los agentes dominados colaboran mediante la obediencia y la sumisión, ya sea a desgana, con resignación, o persuadidos de la inmutable naturaleza que poseería intrínsecamente el orden de la dominación. Evidentemente, los agentes dominados también pueden oponerse, siempre con inciertas garantías de éxito, a ese estado de cosas por considerarlo artificial y arbitrario, o con la intención de explorar relaciones sociales de poder que no comporten dominación o albergando, al menos, la expectativa de ocupar el lugar de los agentes dominadores. En cualquier caso, las relaciones de dominación se actualizan y modifican sucesivamente en forma de procesos sociales contradictorios en los que intervienen todos esos vectores de fuerza y de elementos alternativos o complementarios, con combinaciones singulares según la demarcación empírica que observemos. El poder, en definitiva, aludiría tan solo a la causalidad humana de nuestras acciones, a la potencialidad ejercida o a la potencialidad cultivada y presta para exteriorizarse. Tales potencialidades pondrían de manifiesto nuestro vigor físico y volitivo en tanto que capacidades para ser: pensar, comunicar, desear, influir, decidir y conducir las contingencias de nuestros cuerpos.

Ciñámonos ahora a la estructura de dominación históricamente más duradera: el patriarcado. Atendiendo a su etimología, el patriarcado remite más a la dominación que ejercen los adultos sobre los infantes que a la de los hombres (varones) sobre las mujeres. Patriarca es el padre de familia: hombre, adulto, heterosexual y responsable del devenir de una organización social (la familia). A su sombra se somete toda su descendencia directa (a veces también la indirecta: sobrinos, nietos o primos menores) y también, tradicionalmente, aunque en continuo trance de segregación, su pareja femenina (o parejas en el caso de organizaciones, formal o informalmente, polígamas). La sociedad reglamenta mediante sanciones culturales y relacionales (en forma de prestigio o imagen pública, aceptación en grupos sociales u organizaciones productivas) todos aquellos aspectos borrosos de la organización familiar (formas de convivencia y educación, relaciones sexuales, etc.) que la legislación del Estado no ha articulado (régimen económico, formas de separación y divorcio, patria potestad, etc.). Se trata, pues, de una organización muy estable en el tiempo cuya precoz institucionalización ha propiciado la reproducción del dominio que ese modelo de hombre ejerce sobre una gran parte de mujeres y niños/as en cada uno de sus núcleos de parentesco y, gracias a su generalización social y estatal, también de forma indirecta sobre las mujeres y niños/as ajenos a su núcleo organizacional.

El patriarca ejerce su dominación con vistas a preservar el orden familiar en el que ostenta una posición de privilegio. Si es el único proveedor económico de esa organización, posee las máximas probabilidades de imponer su voluntad sobre el resto de miembros. Si ambos progéneres sustentan económicamente la organización hay más probabilidades de repartir las dotes de mando, aunque se puede desequilibrar esa coalición a medida que entran en juego capacidades escolares, comunicativas, afectivas desigualmente distribuidas entre ellos. Es decir, a pesar de una amplia igualdad económica entre el hombre y la mujer que constituyen la pareja heterosexual, puede filtrarse una segunda capa de dominación masculina sobre su cónyuge o compañera si se replican estereotipos sociales de sumisión femenina (en las formas hegemónicas de vestir, maquillarse, hablar en público, relacionarse con amistades, etc.) y modos de explotación reproductiva (reparto desigual de las tareas domésticas tales como limpieza, cocinar, gestiones de impuestos y reparaciones, atención a las necesidades de los hijos y de los abuelos, etc.). Por su parte, los hijos/as se hallan sometidos a la coacción moral, argumentativa, económica y corporal que reciben de sus sustentadores. Cada sociedad establece una edad arbitraria para permitir la emancipación de esa dependencia y dominio, pero, en realidad, la distancia vertical de esa relación se va aminorando progresivamente hasta desaparecer del plano formal. De hecho, el dominio paterno y materno sobre su filiación es intrínsecamente contradictorio a razón de las exigencias sociales de revestirlo de amor y de cualificar a los menores con técnicas que incrementen y desarrollen sus propias potencialidades hasta alcanzar una autonomía plena para constituir otra organización familiar semejante. En consecuencia, la dominación patriarcal sobre la descendencia tiene una fecha fija, oficial, de extinción en cada recinto familiar. La que se ejerce sobre la mujer cónyuge o compañera con la que se cohabita habitualmente no tiene una fecha prefijada de caducidad. Todo lo anterior sería equivalente a lo que ocurre en parejas homosexuales o transgénero cuando en ellas se adoptan posiciones y relaciones homólogas a las mencionadas acerca de las parejas heterosexuales, aunque las primeras pueden tener más márgenes de maniobra para eludir esas pautas de dominación en la medida en que carecen de tantos referentes institucionalizados como las mayoritarias en casi todas las sociedades.

Este modelo de dominación patriarcal en el seno de las organizaciones familiares se puede considerar como una de las principales fuentes que han permitido una generalización de la dominación de los hombres sobre las mujeres en todos los ámbitos de la sociedad. Las prohibiciones del voto femenino, de las asociaciones políticas de mujeres, de la poliandria o el adulterio femenino, del aborto libremente elegido, del divorcio, del acceso al empleo remunerado al margen del trabajo doméstico o a posiciones directivas dentro de las organizaciones productivas y políticas, de la administración de sus propios recursos, etc. son solo unas pocas muestras históricas y variables según cada contexto estatal de una larga tendencia que sólo en el último siglo se ha comenzado a atenuar. Ahora bien, la traslación del modelo patriarcal al conjunto de la sociedad se opera tanto reproduciendo algunos de sus patrones como añadiendo otros nuevos y, a la vez, combinándose con otras fuentes transversales de dominación social entre individuos y grupos sociales. De entre estas últimas destacan la clase social y la “etnia” (o los atributos culturales en un sentido más amplio). Las mujeres que pertenecen a las clases sociales superiores tienen, en correspondencia, elevadas probabilidades de dominar a hombres y mujeres de clases sociales inferiores. Idéntica ecuación se aplicaría a las mujeres de acuerdo a sus atributos culturales con mayor prestigio social (titulación escolar, aspecto racial de su anatomía, estilo de vida y hábitos de consumo, orientación sexual, capacidades expresivas, condición de salud, etc.) en relación a los estigmas culturales que se asignan a hombres y mujeres subordinados en ese ámbito. Las mujeres, por lo tanto, no sólo pueden ejercer violencia y opresión sobre los infantes de quienes son responsables en primera instancia (y sobre otros menores, de forma más indirecta), sino también sobre los hombres y mujeres que se ubican en posiciones relegadas a ellas en las estructuras socioeconómicas y socioculturales. Lo mismo se puede afirmar con respecto a las posiciones de autoridad dentro de las organizaciones no familiares (productivas y políticas, en lo fundamental, aunque se puede extender a los cuerpos policiales y militares): las posiciones directivas que ocupan las mujeres las legitiman para ejercer dominio sobre los hombres y mujeres a quienes, mediante contrato voluntario o social, se les debe obediencia. De nuevo, en igualdad de posiciones de autoridad, de clase social o de pertenencia étnica, los hombres tienden a recurrir a su sustrato patriarcal para limitar las capacidades de dominio de las mujeres privilegiadas, con lo cual se inyecta un factor más de contradicción en el conjunto de relaciones de dominación ejercidas de arriba abajo por hombres y mujeres.

Dos corolarios de esa argumentación: 1) la histórica institucionalización del patriarcado se ha permeado al conjunto de la sociedad dotando a los hombres de elevadas probabilidades de dominación sobre todas las mujeres y sobre las personas no consideradas como adultas, mientras que algunos hombres, además, han podido hacerlo sobre otros hombres de condición subordinada en las jerarquías económicas, culturales y políticas; 2) el patriarcado también ha conferido a las mujeres madres una contradictoria y tendencialmente caduca capacidad de dominio sobre sus descendientes de ambos sexos, que se complementa con la que ejercen aquellas mujeres en posiciones superiores en las estructuras económicas, culturales y políticas sobre otros hombres y mujeres en posiciones inferiores. Numerosas cuestiones se suscitan a partir de estas consideraciones, aunque nos centraremos en las tres que estimamos más relevantes: a) ¿la solidaridad entre mujeres de distinta condición social es coherente con la transformación del orden de dominación patriarcal? b) ¿los hombres oprimidos en las distintas estructuras sociales son sujetos de opresión sobre las mujeres de condición social más elevada que ellos? c) ¿cómo se manifiestan las contradicciones de la primigenia dominación patriarcal sobre todos los hombres? Nos vamos a concentrar ahora solo en el último interrogante dado que es el que nos permite indagar en otra cuestión muy ligada a aquel: ¿están oprimidos y reprimidos los hombres en alguna faceta importante de su masculinidad (o de su humanidad) a causa de la dominación sufrida antes de su legítima adultez y a la vez que, virtualmente, oprimen a las mujeres y a otros hombres?

La respuesta más frecuente al último dilema señala que es en el terreno de los sentimientos y las emociones donde más se han truncado las capacidades masculinas durante la fase de su entrenamiento para, teleológicamente, llegar a ser hombres dominadores: llorar, dar y recibir cariño, besar, acariciar, abrazar, expresar y compartir los sentimientos, empatizar con los sentimientos ajenos, etc. En paralelo se habrían exacerbado sus capacidades agresivas y competitivas junto a refuerzos continuados para reproducir los estereotipos hegemónicos sobre las figuras masculina y femenina. Por lo tanto, durante la primaria socialización infantil masculina y con esquemas y huellas no menos implícitas durante la socialización secundaria (con amistades, compañeros de trabajo o de asociaciones voluntarias, mediante la exposición a los medios de comunicación de masas y a las industrias culturales, etc.) operarían dos vectores: a) la dominación general de los adultos sobre los menores, con su progresiva y virtual desaparición; b) la cualificación de los varones en las técnicas de dominación masculina sobre las mujeres. Si la primera se combina con las contradicciones propias de los sentimientos amorosos ambivalentes en las relaciones paterno-filiales y materno-filiales, la segunda podría concebirse mejor, volviendo a nuestro vocabulario inicial, como uno de los mecanismos que utilizan los hombres para dominar a las mujeres. Se trata de un mecanismo de reclutamiento de nuevos miembros al conjunto de hombres dominantes, a la vez que de la configuración difusa de un órgano subsidiario de cuasi-hombres que pueden ejercer prácticas experimentales, ocasionales y, no obstante, rutinarias, de dominación masculina sobre las niñas e, incluso, sobre algunas mujeres adultas (profesoras, cuidadoras, empleadas del hogar o de comercios, etc.). Como resulta evidente, los afectos no se extirpan de los hombres sino que se reprimen algunas de sus manifestaciones o la capacidad para reconocerlos e intervenir en ellos. La sensibilidad masculina o su creatividad artística pueden, igualmente, expresarse sin restar un ápice a las capacidades generales de dominación sobre las mujeres. En suma, ese dispositivo socializador no pivota sobre una dominación general sobre los hombres sino sobre una dominación parcial sobre los niños varones en la medida en que los utiliza y prepara para ejercicios más amplios de dominación sobre las mujeres.

Se puede argüir que la igualdad entre hombres y mujeres no se alcanzará sin un trabajo inverso de deconstrucción de esos aprendizajes y, por ende, de una necesaria reconstrucción del ámbito afectivo y sentimental masculino. Sin embargo, ambas direcciones descubren un horizonte de sendas estriadas e inciertas en su destino mientras que en su transcurso ya dejarán patentes las diferencias de sensibilidad con respecto a los patrones afectivos femeninos. Suponiendo sustantivamente un trasfondo emocional semejante entre hombres y mujeres, las diferencias intra-sexo e inter-sexos subyacentes a ese proceso lo más que garantizarían sería una aproximación de lenguajes expresivos, pero no la desaparición de los mecanismos, resultados y cualidades generales de la dominación masculina sobre las mujeres, ni de la dominación femenina sobre ciertos hombres y mujeres. La dominación es una relación política en la que está en juego la capacidad de tomar decisiones prioritarias para una colectividad (o meta-decisiones: reglas constituyentes que regulan al conjunto de reglas) y de su ejecución (asumiendo responsabilidades, procedimientos fiscalizadores, sanciones, etc.). Los afectos pueden conducir o interferir en algunas formas de dominación carismática, en la movilización social y en los foros deliberativos, pero las necesidades y capacidades humanas involucradas en una relación de poder atañen a varios órdenes vitales en mutua interacción (económicos, culturales, políticos y relacionales).

Podemos deducir, pues, que precisamos una reconstrucción afectiva que explore masculinidades alternativas con vistas a acercar sensibilidades entre hombres y mujeres de modo tal que se generen de instrumentos comunicativos y condiciones para la igualdad política entre ambos sexos. Ese reconocimiento es independiente de la emancipación de los hombres de la opresión patriarcal en su infancia perdida que solo en ella sería posible. Ninguna dominación es absoluta de igual forma que tampoco lo es ninguna resistencia a la dominación o, en su feliz imaginario utópico, ninguna emancipación. En este sentido, la contribución medular de los hombres a quebrar, cambiar y superar las relaciones de dominación patriarcales entre hombres y mujeres pasaría por evidenciar en cada organización y contexto específicos los dispositivos que limitan y cercenan las potencialidades de las mujeres y de los hombres que ocupan posiciones subordinadas en las distintas estructuras sociales que se entrelazan de forma simultánea. La liberación de los hombres de sus condicionamientos afectivos es una de las herramientas posibles en ese trabajo y de satisfacción personal para ellos en cuanto incrementa el rango de sus opciones vitales en términos de libertad y de felicidad, pero difícilmente una garantía de emancipación general de ambos sexos debido a la naturaleza compleja de los procesos de dominación que se han indicado, arraigados en el marco estructurante de las relaciones patriarcales. En síntesis: son los niños/as las principales víctimas del patriarcado, pero son los hombres sus beneficiarios y agentes dominantes, mientras que algunas mujeres también usufructúan privilegios de dominación (tanto gracias al patriarcado como gracias al capitalismo y al racismo).

Published: 2 de mayo de 2011
Keywords: Theory, Gender