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Amsterdam: ¿el paraíso perdido de la okupación?

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Martes 5 de julio de 2011. A las 6,20 de la mañana empiezan a aparecer furgonetas de policía por todas las calles aledañas. Cortan el tráfico y van directos al edificio. Gran parte de la ciudad aún duerme o se está levantando pero enseguida se oyen gritos y jaleo. En el tejado hay músicos, en la calle hay una obra de teatro con cinco actores disfrazados de novias. Lo primero que se encuentra la policía al entrar a desalojar es una masa de espuma y pompas de jabón. No queda nadie dentro de la casa, pero la gente concentrada les arroja pintura y algunas piedras y botellas a los agentes uniformados. Aunque estos ya han conquistado el edificio, la concentración de protesta es numerosa y les increpa. Su objetivo era lograr que la policía se retirase ante esa presión popular, pero en menos de media hora casi todos los okupas se encuentran rodeados por las fuerzas y vehículos policiales. Uno de estos vehículos es un gran depósito de agua que amenaza con descargar su furia en cualquier momento. Empiezan los arrestos de los manifestantes incluyendo a los dos que se habían encadenado con cemento. El grupo rodeado va siendo desplazado hasta la esquina con Prinsengracht. En total, unas 60 personas. Algunas no cesan de tocar instrumentos musicales durante las casi 3 horas que dura el encierro policial. Otras 100 personas permanecemos a pocos metros de distancia, aplaudiendo y gritando en calidad de “grupo de apoyo” y de gente curiosa que se detiene a observar la tensa situación. Se acerca inexorable el final de Schijnheilig, el centro social okupado y autónomo (tal como se anunciaba en un cartel nada más entrar) situado en un colegio abandonado de la calle Passeerdersgracht 23, en el centro histórico de Amsterdam.

Cada vez llegan más furgonetas policiales. De una de ellas desciende una docena de policías vestidos sin uniforme, con ropa casual, muy fornidos y jóvenes (todas sus fotos se divulgaron después en Indymedia. Salen rápidos y siguiendo las instrucciones de uno de ellos que lleva un auricular, persiguen y agarran a varios jóvenes que estaban fuera del cordón policial, entre el grupo de apoyo. Después se dirigen hacia el conjunto de activistas retenidos, cuyo cerco cada vez es más estrecho y asfixiante. Allí entran pegando puñetazos y detienen a otro par de jóvenes (posiblemente, a alguno de los que se habían amarrado al parabrisas de una furgoneta policial en marcha). Un grupo nutrido de periodistas toma fotografías y registra todo a escasos metros de donde suceden estas escenas. En el grupo de apoyo hay un abogado de los okupas, activistas grabando en vídeo y también numerosos policías sin uniforme, entre los que una mujer también graba en vídeo a todo individuo presente, sin excepción. Los periodistas son obligados a alejarse y llegan dos autobuses de la misma compañía que ofrece el servicio público de transportes en el municipio. Tres activistas se han tirado al canal a bañarse a modo de evasión del cerco policial, pero un barco policial les acosa y el comando policial de incógnito corre a la otra orilla para detenerlos. A cada rato se oyen cánticos y lemas desde ambos lados.

Los activistas, en un último esfuerzo por dilatar la operación, se han sentado en el suelo y algunos entrelazan sus brazos. De esta forma sólo los pueden levantar de uno en uno, aunque a menudo reciben porrazos, patadas, bridas apretadas en las muñecas y dolorosas llaves marciales que son nítidamente percibidas por quienes permanecemos cerca. Autobuses, furgonetas, barco, motos y helicóptero policiales, con más efectivos que el número de manifestantes, despejarán poco después la zona con el lamentable saldo de un centenar y medio de detenciones (143 según el periódico Het Parool) y un proyecto social menos en la ciudad. Semejantes dispositivos policiales estaban planificados para desalojar 20 okupaciones más en el mismo día aunque, según nos relata René -uno de los miembros del colectivo de Schijnheilig- algunas fueron desalojadas los días antes y sólo 9 más se cerraron en la presente jornada. En la mayoría de estas últimas -como nos relatan dos okupas españolas de Zeeburgerpad 13- tan sólo hay barricadas en las puertas y tejados para retrasar la acción policial y así, quizás, librar a algunas de las últimas en la lista de condenadas por la orden judicial dictada por el Triángulo (alcaldía, policía y juzgados). La resistencia activa a los desalojos ya no es lo más frecuente, en comparación a lo que sucedía en década de los ´80 y ’90. Uno de los últimos colectivos que lo intentó, el centro social Afrika, a cuyo desalojo en 2007 asistí también por casualidad, simplemente concitó, como ahora, a un abrumador número de fuerzas policiales dedicadas a expulsar a los okupas expeditivamente.

Esta es la tercera oleada de desalojos policiales masivos en Amsterdam desde que entró en vigor en octubre de 2010 la nueva legislación que considera la okupación un crimen. Antes de aprobarse esa nueva penalización el alcalde socialdemócrata de Amsterdam (coaligado con los verdes) había manifestado que se oponía a la misma y que no pensaba aplicarla en su municipio. Sin embargo, ya con la nueva disposición penal ya vigente, el nuevo alcalde del mismo partido, Van der Laan, gobernando en coalición con los liberales, se mostró mucho más contundente y dijo que Amsterdam no podía ser una excepción nacional, una vez más, y que cumpliría la misión de eliminar todas las okupaciones existentes o venideras. A esa determinación se une la constante decadencia del movimiento okupa en la ciudad, otrora mucho más fuerte y legitimado socialmente. Según René se han hecho estimaciones de que en la década de 1990 todavía se okupaban unas 10 casas cada semana, mientras que esa cifra desciende a no más de 3 semanales en 2006, y a no más de 1 al mes en la actualidad. En el periódico Volkstraat del día siguiente uno de los periodistas transcribió una cconversación policial en la que se congratulaban del éxito alcanzado con los desalojos actuales y mencionaban que sólo les quedan 165 más okupaciones para concluir la faena.

En todo caso, ¿por qué no van más rápidos los desalojos? René ofrece varias explicaciones: a) todavía hay un amplio apoyo social a las okupaciones (en torno a un 70% de acuerdo a una encuesta reciente publicada en Het Parool), entendidas como satisfacción de la necesidad de vivienda o de espacios culturales; b) las operaciones de desalojo son costosas para el erario público; c) la resistencia a los desalojos no sólo incrementa el gasto público, sino que también provoca una imagen de disturbios y violencia que se quiere disociar de la marca turística de la ciudad, vinculada tradicionalmente a la tolerancia y a la diversidad social. Ante lo anterior cabría preguntar, pues, lo siguiente: ¿por qué no hay más resistencia por parte de los okupas? En el caso de Schijnheilig había una clara contradicción entre, por un lado, el público que usaba habitual y masivamente el espacio, principalmente estudiantes, jóvenes y artistas de clases medias, y, por el otro, quienes lo dinamizaban y apoyaban con una orientación política radical. Casi ninguno de los primeros, según observa nuestro informante, se quedó a dormir o a protestar la madrugada del desalojo. Sólo los “okupas políticos” de esta y otras okupaciones se congregaron ese día o, algo más (en torno a 500 personas) el domingo anterior en la manifestación en el Dam (plaza mayor). Una cifra cada vez más escueta. Un síntoma de este descenso de militantes son las “oficinas de okupación” (kraakspekur) de las que llegó a haber 35 en 1982, mientras que hoy en día tan sólo quedan 3. Por lo tanto, persisten muchas okupaciones, pero el movimiento que las defiende y promueve cada vez está más débil, fragmentado y con menos visibilidad pública.

El caso de Schijnheilig es muy significativo porque su actividad cultural había sido incesante y muy reconocida en toda la ciudad (incluso por un concejal del gobierno local, tal como le confesó en privado a uno de los activistas-poetas que lo declaró con sorna en las actuaciones del sábado pasado) después de 5 emplazamientos previos en otros edificios okupados. El último ha perdurado un año y medio. Era una escuela abandonada por más de 10 años. El Estado se la vendió a una “mafia inmobiliaria” que, unos años después, se la volvió a revender al Estado por 2 millones más de euros. Ni siquiera hay un plan a corto plazo para rehabilitar o utilizar el edificio, pero se cursó la demanda de desalojo al poco de su okupación. En realidad, y para completar la evidencia de la especulación, antes de la okupación el Estado había contratado a una empresa “anti-kraak” (o anti-squat) para ubicar allí a residentes sin derechos como inquilinos. Sólo consiguieron alojar a dos personas en esas condiciones así que los okupas tapiaron el acceso a esas viviendas, que tenían una entrada independiente a la calle, y okuparon sólo una planta de la antigua escuela. Probablemente, el día siguiente al desalojo ya se habrán ubicado en el edificio más personas con un contrato anti-kraak.

Si la okupación masiva conoció en Amsterdam su apogeo, otro tanto ha hecho el fenómeno de las empresas anti-kraak. Su crecimiento es tan apabullante por todo el país que ya han comenzado a extenderse internacionalmente, con el Reino Unido como primer destino. Como su nombre indica, esas empresas son contratadas por los propietarios de inmuebles vacíos para que los gestionen disuadiendo a los okupas de entrar en ellos. El sistema que han encontrado es alquilarlos en condiciones especiales: es decir, a un precio por debajo de la media del mercado (desde 50 a 200 euros al mes) siempre que el inquilino renuncie a todos sus derechos como tal y acepte mudarse inmediatamente en cuanto así le sea solicitado. El plazo para mudarse suele ser con un aviso previo de no más de dos semanas por lo que introduce un factor de incertidumbre semejante al que viven los okupas. Además de esa pérdida de derechos y de ser utilizados frente a las reivindicaciones del movimiento okupa, no menos grave es el control individualizado que se aplica a los candidatos a obtener un contrato anti-kraak. Los más adecuados son aquellos que no tengan ni simpatías políticas ni una estética asociada a los grupos políticos radicales, preferentemente sin animales domésticos y sin familia a su cargo, y casi siempre extranjeros y estudiantes con pocos recursos. En definitiva, estas empresas de “caseros intermediarios”, una especie de “empresas de alquileres temporales” equivalentes a las “empresas de trabajo temporal”, ejercen una función reaccionaria contra el movimiento okupa y utilizan para ello un control disciplinario de un sector social precario con semejantes necesidades de vivienda que la mayoría de los okupas. El Estado, como se puede observar, no sólo las ha legalizado sino que también contrata sus servicios.

Justus Uitermark, sociólogo y okupa, señala que las empresas anti-kraak son también los agentes perfectos para desarrollar operaciones de renovación urbana y de elitización (gentrification). El gran patrimonio de vivienda pública que Amsterdam ha llegado a promover y poseer (en torno al 85% hasta hace pocos años) está progresivamente desapareciendo debido a una “privatización” galopante del mismo. Las cooperativas y corporaciones de vivienda que gestionaban los bajos alquileres públicos están capitalizándose gracias a la expulsión de esos inquilinos. Les ofrecen compensaciones económicas exiguas (unos 5.000 euros) y, con la complicidad municipal, un puesto preferente en las listas de espera para obtener otra vivienda pública supuestamente de más calidad y nueva, en otra zona de la ciudad, casi siempre más periférica. Como muchos de esos inquilinos rehúsan la oferta, entonces empieza el acoso inmobiliario con amenazas, matones, destrucción de los edificios y desinformación respecto a sus derechos legales. Cada vez que los agentes inmobiliarios consiguen vaciar una vivienda, colocan en ella a un anti-kraaker. Una vez que se ha vaciado el conjunto del edificio y la operación de demolición o rehabilitación está lista, se obliga a marcharse a todos los anti-kraakers tal como consta en los contratos firmados con ellos. Todo está preparado, pues, para que las nuevas viviendas se vendan a precios elevados y las adquieran compradores de clase social más elevada que los moradores previos.

En Celebesstraat 33-36 ocurrió un proceso como el descrito, según nos explicó la antropóloga y activista Nazima Kadir. Con distintos engaños a familias pobres e inmigrantes, se fueron vaciando los bloques codiciados. Sin embargo, varios okupas entraron en algunos de ellos antes de que las empresas anti-kraak se hicieran con ellos. Los okupas asesoraron legalmente y fueron a juicio en apoyo de los inquilinos restantes para defender sus derechos. Aunque se consiguieron mejores compensaciones económicas para quienes querían mudarse, no se pudo evitar finalmente el desplazamiento de esa población ni el desalojo de las viviendas okupadas. La elitización de la calle culminó con la venta de las nuevas viviendas renovadas al gusto de una población más solvente.

Volvemos a Schijnheilig. La noche anterior al desalojo asistimos a una nutrida asamblea sentados en un auditorio escolar con bancadas fijas donde se proyectaron imágenes de la manifestación celebrada el día anterior, un domingo por la tarde, dentro del programa de actividades realizadas entre el 2 y 5 de julio para protestar por las oleadas de desalojos. La asamblea se hizo en inglés pues ningún holandés se opuso y parte de los asistentes no éramos holandeses. En el vídeo también se expresaban las demandas de los activistas en inglés, buscando la sensibilización de toda la audiencia extranjera y turística que circula abundantemente por el centro neurálgico de la ciudad. Bajo la pantalla de proyecciones descendió una pizarra blanca sobre la cual se explicaron todos los planes para la larga noche que se avecinaba. A las 3 y media de la madrugada se sacarían los pupitres a la calle para atornillarlos a la calzada. En torno a las 6 comenzarían las “performances” artísticas en la calle. Las puertas del edificio se arrancarían para señalar la ausencia de umbral entre lo público y lo privado de ese lugar de uso colectivo, y ridiculizar así la “entrada” policial al mismo.

Varias personas preguntaron si habría café suficiente durante toda la velada. Se ofrecieron consejos sobre la identificación y el teléfono del abogado en caso de arresto. Se rogó no tomar fotografías de nadie ni dentro del edificio aunque también se informaba de que varios periodistas profesionales cubrirían todo el proceso desde dentro del edificio hasta que todo el mundo lo abandonara. De hecho, uno de esos periodistas también fue arrestado pues decidió no mostrar sus credenciales y así poder narrar la historia al completo, con todas sus desventuras. En las mesas todavía se podían ver algunos de los mapas y documentos que se distribuyeron los días anteriores (por supuesto, en edición bilingüe) informando, sobre todo, de los aspectos legales que pueden suponer la resistencia y la detención. La resistencia, se dijo, sería “no violenta” aunque también había “otros planes”: “quien quiera saber más, que pregunte al oído a quien vea por ahí”. En el pasillo de la entrada principal se amontonaban todavía películas, música y libros esperando una nueva adopción. Entre el material impreso de regalo me encontré el Witboeke o Libro Blanco de la okupación que se editó en 2010 por parte del movimiento okupa de toda Holanda durante la campaña previa a la criminalización. En un ambiente sin mucha efusividad pero tampoco con excesiva tristeza, se iban vaciando las estancias y el espléndido patio. Se evacuaron unas bicis negras “de carga”, los equipos de sonido y otro material valioso. Ya sólo restaban las ilusiones de seguir okupando en otro lugar.

En el saldo de las detenciones durante el desalojo, aproximadamente una decena fueron acusados de “violencia pública” que, en caso de condena, puede comportar dos años y medio de prisión. Al resto de detenidos se les acusó de “perturbar el orden público” cuya consecuencia penal no pasa de una multa de varios cientos de euros. Entre estos últimos, 70 fueron puestos en libertad después de pasar el mínimo de 6 horas de retención una vez que fueron identificados voluntariamente. Unos 50 más decidieron acogerse al peculiar estatuto holandés que garantiza el derecho a no identificarse por voluntad propia, con lo cual son retenidos de forma indefinida hasta que se conozcan sus datos personales o una autoridad decrete su liberación o deportación en caso de ser considerados inmigrantes ilegales. Este proceso puede suponer varias semanas de encarcelamiento, incluso meses. En todo caso, lo significativo es que ni siquiera en Schijnheilig optaron por permanecer dentro del edificio durante el desalojo. De haber sido así, serían acusados de “okupación” y muy probablemente condenados a un año de prisión. Una prueba de la profunda mella causada por la reciente consideración criminal de la okupación.

Desde el mes de octubre de 2010 la okupación ha dejado de ser legal en Holanda. Hasta aquel momento existían condiciones legales muy favorables para quienes okupaban inmuebles vacíos, pues predominaba una fuerte protección del derecho a la vivienda. Una vez dentro de una casa, era habitual informar a la policía de que se había constituido un “domicilio” propio, el espacio era habitable y nadie moraba antes en el inmueble. Después se iniciaban distintos procesos legales que podían conllevar el desalojo, su legalización o entrar en algún limbo de incertidumbre. Independientemente del resultado de cada caso, los okupas no incurrían en delito alguno y sólo los enfrentamientos violentos con la policía (que han sido muy habituales, aunque mucho más frecuentes en la década de 1980) eran causa de arrestos y condenas. Los distintos gobiernos centrales han intentado varias veces prohibir la okupación pero, según el sociólogo y ex-okupa Hans Pruijt, nunca fue una prioridad en sus agendas políticas y, tras algunos debates, apenas se produjeron modificaciones legales reseñables. Algunas reformas puntuales instituyeron una situación relativamente consensuada durante muchos años hasta que se aprobó la reciente criminalización de 2010: era necesario demostrar el abandono del inmueble por más de una año y, a la vez, el propietario debía demostrar que tenía planes para construirlo o rehabilitarlo. En todo caso, las singularidades de cada proceso judicial y de cada campaña de protesta podían (y pueden) alterar sustancialmente los resultados de una okupación, por lo que en esta materia, ni siquiera bajo ese paraguas legal es fácil predecir cuánto pueden durar estas iniciativas.

A estas alturas no cabe menos que preguntarse: ¿por qué se sigue okupando? Las respuestas, de nuevos, son variadas pues dependen de la diversidad interna de okupas y de situaciones en las que se produce y persiste una okupación. Evidentemente, la necesidad de una vivienda o local asequibles son el principal argumento esgrimido por la mayoría de okupas, pero eso no es suficiente ni necesario. Lo segundo porque lo importante no es obtener un alojamiento en cualquier lugar o bajo cualquier condición económica o legal. El derecho a la ciudad, a los servicios públicos, a morar en un barrio bien comunicado y a no tener que esperar un tiempo largo e indefinido por una vivienda pública, hacen de la okupación una posibilidad atractiva para auto-alojarse en los espacios vacíos y abandonados de las zonas urbanas más deseables, por lo general las más céntricas. Pero tras la necesidad de vivienda muchos okupas esgrimen con mucho más fuerza sus convicciones políticas y sus utopías sociales. Vivir en colectividad y compartiendo los recursos es una aspiración básica para muchos activistas. Sin embargo, enfrentar la especulación capitalista del suelo es una no menos legítima reivindicación. En algunos casos lo que se busca es una solución temporal hasta que se tengan recursos para poder pagar un alquiler o comprar una casa propia. En otros casos, los okupas son los aliados naturales de los vecinos que sufren una renovación urbana forzada y que intentan impedir su expulsión y la elitización de un barrio.

En el caso de los “centros sociales” lo que se busca es utilizar de forma colectiva un inmueble para desarrollar de forma independiente actividades culturales, sociales, económicas y políticas que no tienen cabida en las instituciones públicas o que, simplemente, requieren unos espacios accesibles cuyo precio de mercado es inalcanzable para sus promotores. René me indicaba que la “identidad política” de Schijnheilig residía en muy pocas premisas: a) constituir un espacio no comercial; b) accesible a todo el mundo por medio de la gratuidad de las actividades (aunque admitían donaciones); c) basado en el trabajo voluntario (no remunerado) de los activistas; d) admitiendo a todo colectivo que no reciba subvenciones estatales o patrocinios privados. En esa definición, como se puede deducir, está ausente cualquier etiqueta ideológica anarquista, comunista o izquierdista en general. También queda al margen cualquier proyecto utópico de sociedad o de vida en común, aunque la propia práctica cotidiana ya muestra un claro ejemplo de las formas de vida que se prefieren. Finalmente, la crítica a la especulación urbana no adquiere un lugar preeminente en ese discurso político por lo que la okupación únicamente se concibe como un medio para desarrollar de forma autónoma el proyecto o los proyectos que han albergado.

No es de extrañar, pues, que sea mínima la frontera que separa a esa “okupación política” de los casos de centros sociales que han negociado su legalización. En Schijnheilig las autoridades propietarias estuvieron ofreciendo hasta el último día (en un intento final por evitar los disturbios que se avecinaban) un acuerdo tipo “anti-kraak” por el cual podrían ser requeridos a abandonar el edificio en cualquier momento. El colectivo gestionando el centro social, unas 30 personas, no aceptó por la falta de garantías, derechos y estabilidad temporal que suponía. En cierta medida, argumentaban, era como legitimar la práctica de las empresas y contratos anti-kraak. Si el acuerdo hubiera establecido una cesión legal por uno o dos años como mínimo, la actitud de los activistas era, según René, favorable a firmar.

Uno de los casos de okupaciones que lograron un estatuto legal después de negociar con las autoridades municipales es el Overtoon 301, antiguamente conocido como Peper, que se ubica en uno de los laterales del espacio verde Vondelpark, otro de los puntos de mayor afluencia turística en la ciudad. Su agenda de eventos no deja lugar a dudas de que se trata, actualmente, de un espacio devoto de las artes independientes como danza, teatro y música. Aún así, en su abigarrado tablón de anuncios de la entrada también tienen presencia las actividades (culturales, sociales y políticas) de centros sociales okupados como el Joe’s Garage o el Blijvertje. En la zona del bar y comedor se puede apreciar un antiguo farolillo con un rojo símbolo okupa y la inscripción “Peper” en sus pantallas, como reliquia de tiempos pasados.

El edificio se encuentra en el fondo de un patio en las traseras de otros edificios que sí tienen fachada directa a la calle Overtoon. Después de años de okupación y de las negociaciones como el Ayuntamiento, consiguieron un acuerdo de alquiler y, poco más tarde, de compra-venta por el cual adquirieron la propiedad. En los pisos superiores hay estudios particulares de artistas que, a veces, también residen allí sin declararlo abiertamente pues no sería legal de acuerdo al carácter cultural y no residencial que le ha asignado el Ayuntamiento. Susana, miembro del colectivo que gestiona la barra, nos indica que, aparte de los impuestos que habría que pagar si todas las actividades se realizaran dentro de la estricta legalidad, también andan con cuidado ante las posibles denuncias del vecindario por los ruidos que se producen en el patio al anochecer. Al pagar la comida nos pidieron “de 7 a 10 euros”, según quisiéramos contribuir a “compensar los gastos” del proyecto. Entre la gente allí congregada de nuevo pude comprobar que hay personas dentro de un amplio rango de edades entre los 18 y los 65, aproximadamente, y con una apariencia mayoritaria en la que predominaban los estudiantes universitarios y la clase media, a juzgar por sus atuendos con estética “poco radical”.

Un último aspecto que emergió de las entrevistas con René y con las okupas de Zeeburgerpad, Amanda y Claudia, es el relativo al “modus operandi” del inicio de cada nueva okupación. El acuerdo tácito es que las okupaciones se preparan con una “oficina de okupación” (kraakspekur). En ellas se recibe asesoramiento legal y técnico para obtener información acerca del inmueble y de su propiedad. El día de la okupación se reúnen en torno a medio centenar de personas convocadas por la oficina que apoyan desde fuera del edificio, en especial cuando llega la policía a inspeccionar lo sucedido. En esas oficinas, por lo tanto, se agrupan los “okupas políticos” que consideran esta práctica un medio y un fin a la vez, que ponen sus conocimientos al servicio de las necesidades particulares de quienes necesitan alojamiento pero también pretendiendo construir un movimiento con lazos de complicidad y ayuda mutua desde el principio. A la docena de okupas de Zeeburgerpad, en su mayoría españolas, ese apoyo les resultó imprescindible también para lidiar con las dificultades del idioma holandés que apenas conocen y para establecer otro principio político esencial: okupar sólo a propietarios especuladores y con varias propiedades vacías. En su caso, un dueño de naves industriales y almacenes cerca de un canal cuyos terrenos se han revalorizado notablemente en los últimos años al edificarse urbanizaciones de clases altas en las inmediaciones. El pasado martes 5 de julio ese propietario recuperó la nave okupada que en un breve plazo será derruida y sustituida por viviendas exclusivas para las élites sociales.

Muy distinto es el caso del “West Pole” donde reside okupando René junto a otras 10 personas. Es una antigua escuela propiedad de la autoridad de un distrito popular en el oeste de la ciudad, gobernado por socialdemócratas y verdes. Después de años de abandono y uso ocasional por drogadictos, se planeó su okupación con el apoyo de una kraakspekur. Un día antes de la fecha fijada se encontraron con que unas 6 personas ya habían entrado en parte del edificio. La okupación se consumó en la otra parte y se generó un conflicto entre ambos grupos que aún persiste, aunque comparten la puerta de entrada al edificio. René y otros okupas se referían al otro grupo como “gorrones” que se habían adelantado ilegítimamente a okupar, conociendo antes las intenciones de los primeros. Mientras que los gorrones eran caracterizados como gente que no hace nada y están todo el día bebiendo cerveza, el otro grupo se identifican a sí mismos como estudiantes universitarios que hacen una vida normal y tienen inquietudes políticas. De hecho conversan habitualmente con los representantes políticos del distrito de modo que éstos han decidido no demandarles e incluso no cierran las puertas a una posible legalización (mediante alquiler o venta) en el futuro. Al contrario que en Zeeburgerpad, en la fachada no hay ninguna bandera negra ni emblemas okupas pues pretenden tener una relación con el resto de vecinos no mediada por “estigmas políticos”, tal como argumentaba René (quien, sin embargo, no mostró objeciones a que esa simbología figurara en el centro social okupado en el que participaba, Schijnheilig).

El sábado 9 de julio se presentó el documental “Creativity and the Capitalist City” en el centro social ex-okupado Plantagedok, seguido de un interesante debate con el director, Tino Buchholz, un miembro de Schijnheilig, y Justus Uitermark. Distintas intervenciones señalaron cómo los políticos neoliberales llenan sus discursos con términos de moda como “creatividad” y “clase creativa” para ocultar los procesos de privatización y elitización que promocionan. Cuando centros sociales okupados como Plantagedok u OT301 participan en esas “políticas culturales” para conseguir su legalización primero deben mostrar los “curriculum vitae” de sus miembros y de su actividad cultural; después, una vez firmados los contratos, vuelven a tener bastante margen de libertad para proseguir con su modelo de autogestión, aunque siempre condicionado a pagar la renta de alquiler a la que se comprometieron. Peor aún es el caso de las ex-okupaciones que pasan a sobrevivir gracias a las subvenciones y fácilmente llegan a perder toda independencia política en sus posiciones públicas e, incluso, en los contenidos de sus actividades. Con esos modelos de cooptación, la ciudad ejemplar en la tolerancia acaba por paraticar la “tolerancia represiva”. A raíz de las sugerencias del documental, gran parte del debate giró en torno a la decadencia del movimiento okupa, a la necesidad de reconectarse con otros movimientos sociales y a la extraordinaria y rápida emergencia de las empresas anti-kraak con una amplia aceptación de sus reaccionarios principios de negocio (“camuflar” los inmuebles vacíos incrementando la precariedad de los ocupantes temporales que “alojan”) a la vez que sustraen a sectores de la población de su potencial opción por okupar. Por último, la firme determinación de la gente de Schijnheilig okupando cinco edificios desde 2003 y con voluntad de seguir haciéndolo en el futuro, dejó en el aire la sensación de que esa herramienta sigue siendo imprescindible en las luchas por la vivienda y por espacios sociales asequibles.

La ciudad de Amsterdam sufre una etapa de conservadurismo y “normalización” perdiendo muchos de sus valores pasados: vivienda ampliamente accesible, diversidad social, movilidad sostenible, planificación urbana a una escala humana (suficiente densidad de ocupación sin torres o espacios alienantes, con abundantes espacios públicos y preservación de la edificación histórica), clima político de participación y “tolerancia” (manifiesto en un apoyo mayoritario a partidos de izquierda). La okupación, con toda su variedad interna, emergió en ese magma ya incluso preparado años atrás por movimientos como el de los Provos y, entre otras acciones, su campaña de las “Bicicletas Blancas” en 1965. La bonanza económica en la década de 1990 comenzó a alterar muchas de esas estructuras, incrementándose la mercantilización de la ciudad, industrializándose el turismo de masas y las actividades “creativas”, desatándose la especulación inmobiliaria, y segregándose económica y especialmente los grupos sociales otrora más mezclados. El racismo y la xenofobia también crecientes en el resto del país, así como el auge de partidos políticos conservadores en las instancias de gobierno estatal, son algunas de las repercusiones que el crecimiento económico y la crisis han traído a la ciudad. Los estilos más neoliberales del gobierno local han impregnado también a gran parte de los socialdemócratas, y la gestión del suelo y la promoción de actividades rentables son protagonistas de sus políticas públicas, a pesar de que unos 150.000 habitantes constan como demandantes urgentes de vivienda en las listas de espera de adjudicación de una vivienda pública (unas 450.000 personas -aproximadamente la mitad de la población residente en el municipio- están apuntadas de forma casi “ritual” en esas listas con el objetivo de mejorar sus opciones, aunque la gran mayoría dispone de soluciones temporales aceptables), que suelen responder al cabo de unos 7 años de media (según declaró el gerente de una “corporación habitacional”, Stadgenoot, en Bos en Lommer). Los ataques al movimiento de okupaciones, por lo tanto, se enmarcan en esas tendencias políticas generales que sería demasiado prolijo exponer aquí. El paraíso de la okupación, como podemos comprobar, se está destruyendo en gran medida, y a gran velocidad. Sólo la astucia y la organización de los okupas (y sus simpatizantes y aliados) pueden frenar o invertir ese proceso, o, al menos, canalizarlo hacia luchas urbanas más amplias que no se limiten a la okupación.

Published: 10 de julio de 2011
Keywords: Activism, Fieldwork notes